lunes, 18 de febrero de 2013

Del Yu-Gi-Oh! y otros demonios


I

Creo yo que he tenido una infancia demasiado larga, muchos dicen que soy un niño grande, pero como diría Bryce, es sólo que siempre llego tarde a todas las etapas de mi vida. Por ello, cuando empiezo un relato de la siguiente manera: «Cuando era chico…», el lector podrá pensar que me refiero a los siete u ocho años de edad, sin embargo, para mi propio conteo temporal, esa frase hace referencia a, no sé, unos catorce o quince años de edad. En fin. Aclarado esto, creo que se puede empezar.



Cuando era chico, no recuerdo bien en qué diario (creo que en «El Comercio») se lanzó un juego de cartas coleccionables con cómic incluido: «El capitán Leo». Mi hermano y uno de mis primos coleccionábamos semanalmente las cartas y jugábamos con ellas hasta que un buen día dejaron de salir, asumo que por la poca pegada que tuvo. Sin embargo, con esa interrupción, acogimos otro juego de cartas.



Sucedía que, paralelamente a la compra de nuestras cartas originales de Capitán Leo, Pepe, un vecino y amigo nuestro, compraba unos cartoncitos en el mercado y siempre nos invitaba a jugar con él y «sus cartas de cartoncitos recortables». Mientras duró la colección del capitán Leo ignoramos totalmente a sus cartones, pero una vez cancelado nuestro héroe espacial, no nos quedó de otra que prestarle atención a ese vecino, el buen Pepe y sus extrañas y baratas cartas de Yu-Gi-Oh! (nombre bastante extraño y poco impactante).

Las vendían en el mercado a un sol la plancha y diez centavos cada carta recortada. Salía económico comprar la plancha y luego vender las repetidas; muchos chicos, como yo a mis quince años, íbamos al mercado con dos o tres soles en el bolsillo y una tijera (por si acaso), para comprar cartitas y hacer más fuertes nuestra baraja. Nos enamoramos de ese juego a pesar de no entender del todo las reglas, lo jugábamos aplicando las nociones que el Capitán Leo nos había dejado antes de partir a la eternidad (o al limbo del olvido del que hoy yo lo rescato), hasta que, unos meses más tarde salió el anime en canal 4, dejando un poco más claro el juego (digo «más claro» porque, en ese entonces, valga verdades, incluso en la TV el juego estaba totalmente desordenado, era un caos donde el protagonista, Yugi Motto, inventaba reglas a su favor y ventaja). Vi toda la saga de Yuggi Motto, o, al menos, casi toda. Al inicio las reglas del juego eran confusas y hasta ridículas, pero tanto iba mejorando la serie, el juego hacía lo mismo, hasta que se convirtió en nuestro pasatiempo oficial. Tengo buenos recuerdos de mi tiempo de duelista adolescente.

Así los años pasaron, ingresé a la universidad, me enamoré, me volví a enamorar y, bueno, hace dos años y unos meses conocí a una linda chica con la que mantengo una bonita relación. Con ella, además del amor, comparto muchas aficiones, como la lectura, el amor por los cómics, por los videojuegos, etc. Tiene dos pequeños hermanitos, uno de diez y el otro de siete años, y con el mayorcito mantengo una rivalidad en el Play Station.

Ocurrió que un mal día el Play Station se malogró, y al ver las caritas aburridas de mis pequeños futuros cuñados se me ocurrió revivir mi viejo pasatiempo de adolescencia, así que volví a abrir la maleta donde atesoro todas mis cartitas de cartoncitos Yu-Gi-Oh! El juego les encantó, buscamos las reglas oficiales en internet, encontramos algunas tiendas donde venden cartas originales, me armé un deck Dark World, mi novia se armó un deck Agentes, participamos en algunos torneos y, actualmente, puedo decir que, a mis veinticuatro años, el hobbye de adolescencia se convirtió en una de mis grandes pasiones de juventud.

II
En Lima hay un lugar al que mi novia llama Frikylandia u Otaku City, ese lugar es el Centro Comercial Arenales. Cuando iniciamos nuestra relación, ese fue uno de los primeros y más bonitos lugares al que ella me llevó. Ahora trabajo relativamente cerca a ese antro de divertida perdición, y cada vez que tengo tiempo me doy una vuelta para ver los juguetes coleccionables que se exhiben ahí. En fin. Paseando un día por sus pasillos descubrí que las cartas de mi adolescencia seguían en actividad y producción, y no sólo eso: habían dos sagas más con distintos protagonistas.

El juego había evolucionado demasiado: habían cartas de monstruos de color blanco y otras de color negro, además que los efectos eran totalmente «infinitos» (término que, usado por los jugadores de Yu-Gi-Oh!, hace referencia a algo grandioso, enorme y/o difícil de calcular). Yo soy un hombre que ama su rutina y me molestan un poco los cambios, creo que en ese aspecto nunca terminaré de madurar, así que, al ver esos cambios en mi «juego de toda la vida», no pude evitar desmotivarme, no así mi novia, que se emocionó hasta el punto de pedirle al muchacho de la tienda el fólder de cartas para poder leerlas a discreción  . Ese día ella se compraría un par de cartas, y una me la dio a mí: Marionette Mime. Actualmente poseo muchas cartas originales, muchas de ellas en rarezas muy bonitas, sin embargo, la emoción que sentí al tener en mis manos una carta, de las que jugaba a los quince años, pero en original, mi primera carta original, con el holograma de autenticidad, fue incomparable.



Comenzamos a averiguar más sobre el juego: buscamos las reglas oficiales en internet, buscamos videos de gente jugando al Yu-Gi-Oh!, foros y hasta direcciones de tiendas donde se vendían las cartas y se auspiciaban torneos oficiales. Así descubrimos las dos sucursales de Shadow Duel y Battle City. Yo tenía aún mi deck de cartoncitos, al que había sumado una que otra carta original que me parecía poderosa y útil, y fuimos, armados con esas cartas, a una tienda en Surco, pero al ver un par de duelos, veloces duelos que no llegaban ni a los cinco minutos, descubrí con pena que mi juego había quedado desfasado, y que existían combos tan brutales que ni el mismo Yugi Motto podría quebrarlos (quizá blasfeme con esa afirmación). En un primer momento eso me desanimó, pero luego, cosa contraria, terminé por engatusarme aún más con el juego. Conseguí trabajo como profesor de Literatura en un colegio cercano a mi casa y, con mi primer sueldo, compré dos estructuras: el Dark World para mí, y el Deck Agente para mi novia.

Una tarde, mientras mantenía un duelo con mi novia en su facultad, una pareja de enamorados se nos acercó, emocionadísimos ellos (más ella que él) al ver que había una pareja más que compartía su gusto por las cartas, y nos invitaron a jugar con ellos. Luego nos invitaron a formar parte de un grupo de jugadores de Yugi sanmarquinos, y así encontramos una nueva tienda secreta llamada Prototype.

(En la foto aparezco yo -de polo negro- recibiendo una medalla por mi segundo lugar en la temporada 2012... Sí, es Mai Valentine xD )


A manera de síntesis: el juego que mi vecino Pepe descubrió, muchos años atrás, aún se mantiene vigente, ha evolucionado, sí, pero es, quizá, aún más divertido que antes. Hemos hecho muchos, pero muchos amigos gracias a este juego, y tantas emociones despierta en mí que hasta le dedico un post y medio.