En esta entrada -que es la primera de seis- les traigo una serie de cuentos del gran maestro H.P. Lovecraft acerca de uno de los personajes más retorcidos y siniestros de la literatura de terror: Herbert West, el reanimador.
La historia de West, como ya lo anunciamos, está dividida en seis cuentos independientes que vienen a relatarnos la vida científica de este genio diabólico quien está obsesionado con la invención de una solución que pueda reanimar a una persona muerta, y cómo, de una manera maquiavélica, fría y desalmada, superará todos los obstáculos materiales, inmateriales, humanos, etc. que se le interpongan.
Los cuentos son relatados por su más íntimo amigo, compañero de estudios y ferviente asistente, quien nos relata el inicio de su pesadilla que data de dieciséis años atrás. Herbert West está ahora desaparecido y el narrador nos cuenta el por qué teme lo peor.
De
la oscuridad
[Cuento
número 1 de la serie "Herbert West, reanimador". Texto completo]
H.P.
Lovecraft
De Herbert West,
amigo mío durante el tiempo de la universidad y posteriormente, no puedo hablar
sino con extremo terror. Terror que no se debe totalmente a la forma siniestra
en que desapareció recientemente, sino que tuvo origen en la naturaleza entera
del trabajo de su vida, y adquirió gravedad por primera vez hará más de
diecisiete años, cuando estábamos en tercer año de nuestra carrera, en la
Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de Arkham. Mientras estuvo
conmigo, lo prodigioso y diabólico de sus experimentos me tuvieron
completamente fascinado, y fui su más intimo compañero. Ahora que ha
desaparecido y se ha roto el hechizo, mi miedo es aún mayor. Los recuerdos y
las posibilidades son siempre más terribles que la realidad.
El primer incidente
horrible durante nuestra amistad supuso la mayor impresión que yo había llevado
hasta entonces, y me cuesta tenerlo que repetir. Ocurrió, como digo, cuando
estábamos en la Facultad de Medicina, donde West se había hecho ya famoso con
sus descabelladas teorías sobre la naturaleza de la muerte y la posibilidad de
vencerla artificialmente. Sus opiniones, muy ridiculizadas por el profesorado y
los compañeros, giraban en torno a la naturaleza esencialmente mecanicista de
la vida, y se referían al modo de poner en funcionamiento la maquinaria
orgánica del ser humano mediante una acción química calculada, después de
fallar los procesos naturales. Con el fin de experimentar diversas soluciones
reanimadoras, había matado y sometido a tratamiento a numerosos conejos,
cobayas, gatos, perros y monos, hasta convertirse en la persona más enojosa de
la Facultad. Varias veces había logrado obtener signos de vida en animales
supuestamente muertos; en muchos casos, signos violentos de vida; pero pronto
se dio cuenta de que la perfección, de ser efectivamente posible, comportaría
necesariamente toda una vida dedicada a la investigación. Así mismo, vio
claramente que, puesto que la misma solución no actuaba del mismo modo en
diferentes especies orgánicas, necesitaba disponer de sujetos humanos si quería
lograr nuevos y más especializados progresos. Y aquí es donde chocó con las
autoridades universitarias y le fue retirado el permiso para efectuar
experimentos, nada menos que por el propio decano de la Facultad de Medicina, el
sabio y bondadoso doctor Allan Hales, cuya obra en pro de los enfermos es
recordada por todos los vecinos antiguos de Arkham.
Yo siempre me había
mostrado excepcionalmente tolerante con los trabajos de West, y a menudo
hablábamos de sus teorías, cuyas derivaciones y corolarios eran casi infinitos.
Sosteniendo con Haeckel que toda vida es un proceso químico y físico, y que la
supuesta "alma" es un mito, mi amigo creía que la reanimación
artificial de los muertos podía depender sólo del estado de los tejidos; y que,
a menos que se hubiese iniciado una verdadera descomposición, todo cadáver
totalmente dotado de órganos era susceptible de recibir mediante el adecuado
tratamiento, esa condición peculiar que se conoce como vida. West comprendía
perfectamente que el más ligero deterioro de las células cerebrales ocasionadas
por un período letal incluso fugaz podía dañar la vida intelectual y psíquica.
Al principio, tenía
esperanzas de encontrar un reactivo capaz de restituir la vitalidad antes de la
verdadera aparición de la muerte, y sólo los repetidos fracasos en animales le
habían revelado que eran incompatibles los movimientos vitales naturales y los
artificiales. Entonces se procuró ejemplares extremadamente frescos y les
inyectó sus soluciones en la sangre, inmediatamente después de la extinción de
la vida. Tal circunstancia volvió enormemente escépticos a los profesores, ya
que entendieron que en ningún caso se había producido una verdadera muerte. No
se pararon a considerar la cuestión detenida y razonablemente.
Poco después de que
el profesorado le prohibiese continuar sus trabajos, West me confió su decisión
de conseguir ejemplares frescos de una manera o de otra, y de reanudar en
secreto los experimentos que no podía realizar abiertamente. Era horrible oírle
hablar sobre el medio y manera de conseguirlos; en la Facultad nunca habíamos
tenido que ocuparnos nosotros de allegar ejemplares para las prácticas de
anatomía. Cada vez que mermaba el depósito, dos negros de la localidad se
encargaban de subsanar este déficit sin que se les preguntase jamás su
procedencia. West era por entonces joven, delgado y con gafas, de facciones
delicadas, pelo amarillo, ojos azul pálido y voz suave; y era extraño oírle
explicar cómo la fosa común era relativamente más interesante que el cementerio
perteneciente a la Iglesia de Cristo dado que casi todos los cuerpos de la
Iglesia de Cristo estaban embalsamados, lo cual, evidentemente, hacía
imposibles las investigaciones de West.
Por entonces era yo
su ferviente y cautivado auxiliar, y lo ayudé en todas sus decisiones; no sólo
en las que se referían a la fuente de abastecimiento de cadáveres, sino también
en las concernientes al lugar adecuado para nuestro repugnante trabajo. Fui yo
quien pensó en la granja deshabitada de Chapman, al otro lado de Meadow Hill;
allí habilitamos una habitación de la planta baja para sala de operaciones y
otra para laboratorio, dotándolas de gruesas cortinas a fin de ocultar nuestras
actividades nocturnas. El lugar estaba retirado de la carretera, y no había
casas a la vista; de todos modos, había que extremar las precauciones, ya que
el más leve rumor sobre extrañas luces que cualquier caminante nocturno hiciese
correr podía resultar catastrófico para nuestra empresa. Si llegaban a
descubrirnos, acordamos decir que se trataba de un laboratorio químico.
Poco a poco equipamos
nuestra siniestra guarida científica con materiales comprados en Boston o
sacados a escondidas de la facultad -materiales cuidadosamente camuflados, a
fin de hacerlos irreconocibles, salvo para ojos expertos- , y nos proveímos de
palas y picos para los numerosos enterramientos que tendríamos que efectuar en
el sótano. En la facultad había un incinerador, pero un aparato de ese género
era demasiado costoso para un laboratorio clandestino como el nuestro. Los
cuerpos eran siempre un engorro... incluso los minúsculos cadáveres de cobaya
de los experimentos secretos que West realizaba en su habitación de la pensión
donde vivía.
Seguíamos las
noticias necrológicas locales como vampiros, ya que nuestros ejemplares
requerían condiciones determinadas. Lo que queríamos eran cadáveres enterrados
poco después de morir y sin preservación artificial alguna; preferiblemente,
exentos de malformaciones morbosas y, desde luego, con todos los órganos.
Nuestras mayores esperanzas estaban en las víctimas de accidentes. Durante
varias semanas no tuvimos noticias de ningún caso apropiado, aunque hablábamos
con las autoridades del depósito y del hospital, fingiendo representar los
intereses de la facultad, si bien con no demasiada frecuencia en todos los
casos, de manera que quizá necesitáramos quedarnos en Arkham durante las
vacaciones, en que sólo se impartían las limitadas clases de los cursos de
verano. Al final nos sonrió la suerte, pues un día nos enteramos de que iban a
enterrar en la fosa común un caso casi ideal: un obrero joven y fornido que se
había ahogado el día anterior en Summer's Pond, al que habían enterrado sin
dilaciones ni embalsamamientos, por cuenta de la ciudad. Esa tarde localizamos la
nueva sepultura y decidimos empezar a trabajar poco después de la medianoche.
Fue una labor
repugnante la que acometimos en la oscuridad de las primeras horas de la
madrugada, aún cuando en aquella época no teníamos ese horror especial a los
cementerios que nuestras experiencias posteriores nos despertó. Llevamos palas
y lámparas de petróleo porque, si bien ya había linternas eléctricas entonces,
no eran tan satisfactorias como esos aparatos de tungsteno de hoy día. El
trabajo de exhumación fue lento y sórdido -podía haber sido horriblemente
poético, si en vez de científicos hubiéramos sido artistas- y sentimos alivio
cuando nuestras palas chocaron con madera. Una vez que la caja de pino quedó
enteramente al descubierto, bajó West, quitó la tapa, sacó el contenido y lo
dejó apoyado. Me incliné, lo agarré, y entre los dos lo sacamos de la fosa; a
continuación trabajamos denodadamente para dejar el lugar como antes. La
empresa nos había puesto algo nerviosos; sobre todo, el cuerpo tieso y la cara
inexpresiva de nuestro primer trofeo; pero nos las arreglamos para borrar todas
las huellas de nuestra visita. Cuando quedó aplanada la ultima paletada de
tierra, metimos el ejemplar en un saco de lienzo y emprendimos el regreso hacia
la granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.
En una improvisada
mesa de disección instalada en la vieja granja, a la luz de una potente lámpara
de acetileno, el ejemplar no ofrecía un aspecto demasiado espectral. Había sido
un joven robusto y poco imaginativo, al parecer un tipo saludable y plebeyo
-constitución ancha, ojos grises y cabello castaño-, un animal sano, sin
complejidades sicológicas, y probablemente con unos procesos vitales de lo más
simple y sanos. Ahora bien, con los ojos cerrados parecía más dormido que muerto;
sin embargo, la prueba experta de mi amigo disipó en seguida toda duda al
respecto. Al fin teníamos lo que West siempre había deseado: un muerto
verdaderamente ideal, apto para la solución que habíamos preparado con
minuciosos cálculos y teorías, a fin de utilizar en el organismo humano.
Nuestra tensión era enorme. Sabíamos que las posibilidades de lograr un éxito
completo eran remotas, y no podíamos reprimir un miedo horrible a las grotescas
consecuencias de una posible animación parcial. Nos sentíamos especialmente
aprensivos en lo que se refiera a la mente y a los impulsos de la criatura, ya
que podía haber sufrido un deterioro en las delicadas células cerebrales con
posterioridad a la muerte. Por lo que a mí respecta, aún conservaba una curiosa
noción tradicional del "alma" humana, y sentía cierto temor ante los
secretos que podía revelar alguien que regresaba del reino de los muertos. Me
preguntaba qué visiones podía haber presenciado este plácido joven, si volvía
plenamente a la vida. Pero mi expectación no era excesiva, ya que compartía
casi en su mayor parte el materialismo de mi amigo. Él se mostró más tranquilo
que yo al inyectar una buena dosis de su fluido en una vena del brazo del
cadáver, y vendar inmediatamente el pinchazo.
La espera fue espantosa,
pero West no perdió el aplomo en ningún momento. De cuando en cuando aplicaba
su estetoscopio al ejemplar y soportaba filosóficamente los resultados
negativos. Al cabo de unos tres cuartos de hora, viendo que no se producía el
menor signo de vida, declaró decepcionado que la solución era inapropiada; sin
embargo, decidió aprovechar al máximo esta oportunidad y probar una
modificación de la formula, antes de deshacerse de su macabra presa. Esa tarde
habíamos cavado una sepultura en el sótano, y tendríamos que llenarla al
amanecer, pues aunque habíamos puesto cerradura a la casa, no queríamos correr
el más mínimo riesgo de que se produjera un desagradable descubrimiento.
Además, el cuerpo no estaría ni medianamente fresco a la noche siguiente. De
modo que trasladamos la solitaria lámpara de acetileno al laboratorio contiguo
-dejando a nuestro mudo huésped a oscuras sobre la losa- y nos pusimos a
trabajar en la preparación de una nueva solución, tras comprobar West el peso y
las mediciones casi con fanático cuidado.
El espantoso suceso
fue repentino y totalmente inesperado. Yo estaba vertiendo algo de un tubo de
ensayo a otro, y West se encontraba ocupado con la lámpara de alcohol -que
hacía las veces de mechero Bunsen en ese edificio sin instalación de gas-
cuando de la habitación que habíamos dejado a oscuras brotó la más horrenda y
demoníaca sucesión de gritos jamás oída por ninguno de los dos. No habría sido
más espantoso el caos de alaridos si el abismo se hubiese abierto para liberar
la angustia de los condenados, ya que en aquella cacofonía inconcebible se
concentraba el supremo terror y desesperación de la naturaleza animada. No
podían ser humanos -un hombre no es capaz de proferir gritos así- y sin pensar
en el trabajo que estábamos realizando, ni en la posibilidad de que lo
descubrieran, saltamos los dos por la ventana más próxima como animales
despavoridos, derribando tubos, lámparas y matraces, y huyendo alocadamente a
la estrellada negrura de la noche rural. Creo que gritamos mientras corríamos
frenéticamente hacia la ciudad, aunque al llegar a las afueras adoptamos una
actitud más contenida... lo suficiente como para pasar por un par de
juerguistas trasnochadores que regresaban a casa después de una francachela.
No nos separamos,
sino que nos refugiamos en la habitación de West, y allí estuvimos hablando,
con la luz de gas encendida, hasta que amaneció. A esa hora nos habíamos
serenado un poco discurriendo teorías plausibles y sugiriendo ideas prácticas
para nuestra investigación, de forma que pudimos dormir todo el día, en lugar
de asistir a clase. Pero esa tarde aparecieron dos artículos en el periódico,
sin relación alguna entre sí, que nos quitaron el sueño. La vieja casa
deshabitada de Chapman había ardido inexplicablemente, quedando reducida a un
informe montón de cenizas; eso lo entendíamos, ya que habíamos volcado la
lámpara. El otro informaba que habían intentado abrir la reciente sepultura de
la fosa común, como hurgando en la tierra vanamente y sin herramientas. Esto
nos resultaba incomprensible, ya que habíamos aplanado muy cuidadosamente la
tierra húmeda.
Y durante diecisiete
años West anduvo mirando por encima del hombro, y quejándose de que le parecía
oír pasos detrás de él. Ahora ha desaparecido.
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